Música, Literatura, textos personales, puñados de letras que se convierten en espejo que refleja un poco de lo que soy.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
Treinta y cinco años después…
Treinta y cinco años después, sigo compartiendo mi soledad interna con aquellas cosas esenciales para vivir. Hay suficiente espacio en la mecedora como para que quepamos dos. El mullido cojín del asiento deja descansar mi agotado cuerpo y al lado mío reposa, bajo el cobijo de un abrazo reumático, el fantasma de la obsesión.
Mira, la ausencia de dentadura original no ha sido obstáculo para seguir hablando, sólo que al paso de los años ya aprendí que el ímpetu no necesariamente se convierte en razón. Mi hablar es ahora más pausado por necesidad, no porque yo lo quiera así. He descubierto que de tanto seguir intentando ser vehemente, en ocasiones el aire de la respiración se escapa, me deja sin aliento la locura y a punto de la asfixia de mi vejez, me invade una fiebre que no he podido después de bastante tiempo controlar.
Apenas y escribo, creo que entiendes el por qué… Las manos siguen en su lugar, los sentimientos difícilmente se pierden, pero debo aceptar que el temblor en los dedos, añejos cómplices de cartas y poemas, son una prueba clara de que la vida se escapa, se diluye con facilidad. Sin embargo, hoy la bufanda alrededor de mi cuello y el pesado abrigo de lana que encorva más mi delgado cuerpo no logran quitarme este frío que cala en lo más profundo del alma. Ni la calefacción eléctrica ni las vaporizaciones alivian las deplorables condiciones de este quejumbroso anciano en que me he convertido, de verdad.
Apuro el último trago del té naturista que me recomendó el doctor y mientras lo hago, extraño el sabor del café matutino y el aroma de un cigarro de tabaco oscuro que eran parte de mis antiguas costumbres, de mi eterno ritual. Mientras pasa por mi garganta el líquido tibio, me imagino que así de lento y pausado es el transito de mi sangre por las venas y arterias de un cuerpo atacado por el colesterol y achacoso de tos perpetua, herencia recibida con justicia para mi espíritu de fumador.
Un té.
Sólo un té para una boca callada que de pronto recuerda otros sabores, distintos aromas que no son alimento del cuerpo, sino nutrimento para una imagen de nostalgia que en estos años de nostalgia no he podido averiguar dónde se hallará. Es duro reconocer que hay un secreto callado a más de tres décadas de distancia, mismo que no sabría cómo explicar hoy a quienes me acompañan en este territorio más cercano a la muerte que a la esperanza de envejecer, preferentemente acompañado de la eternamente inalcanzable felicidad.
Mientras revivo instantes frescos para un presente incierto que no se sabe cuántos días durará, sonrío porque he vuelto a ser infiel, al menos de pensamiento, al recordar con regocijo el nombre de ese recuerdo de locuras que nunca imaginé enfrentar.
…
¿Dónde andarás?
No quiero acordarme de despedidas infructuosas. –“Llueve, truene o relampaguee, el final tendrá que llegar”-, solías decirme, lo recuerdo ya. Y en efecto, han llovido tantas tormentas en nuestras vidas que al menos yo he aprendido a sumergirme en la profundidad de las añoranzas sin ahogarme, aún sin haber aprendido a nadar. ¿Recuerdas? Nunca creíste que no sabía nadar. Y sin embargo, tampoco nunca te percataste que disfrutaba navegar en tus palabras, que gozaba como nadie viendo mi rostro reflejado en tu brillante mirada que, de vez en vez, me colmaba de absoluta claridad. ¿Sabes? Mi mente trae en este instante muchas otras cosas más. Por ejemplo, cierto día que estuve enfermo de gripe, me sugeriste un té para aliviar mi malestar. ¡Qué pésima muestra de amor la mía, que treinta y cinco años después me lo vengo a tomar! Y no por convencimiento pleno de amistad, sino por mandato de un médico que más que aliviarme me acabará de matar.
A estas alturas de nuestras vidas lo único que truenan son los huesos en cada paso que uno da. Aunque viendo las cosas en retrospectiva y con calma, todavía escucho el crujir de las hojas secas por un sendero que caminamos cierta noche juntos, tomados tímidamente de las manos, sí, esa noche del primer beso cobijado con el manto de la oscuridad. Hoy, esa avenida ni siquiera existe como era en esos días, porque ha sido transformada y mancillada en aras de la posmodernidad. Ahora que lo pienso, sería adecuado acompañar estos recuerdos imborrables y silenciosos, siempre callados, escuchando ese viejo disco de Aute que tendré que desempolvar. Es curioso, pero esa música ya no la escuchaba desde ese lejano día en que decidimos que ya no había más por dónde avanzar. Me pregunto ahora: ¿Cómo es que hemos sobrevivido a tantos recuerdos, si ese día de despedidas húmedas y lluvias saladas comprendimos que esa decisión era lago difícil de soportar? Bien dicen que el tiempo todo lo cura, pero si esto es verdad, no comprendo por qué ahora, justo en este momento de recuerdos me aqueja un extraño dolor que me inunda de ganas de llorar.
Bien. Todo está bien…
Digo que está bien porque finalmente hemos sobrevivido en varios sentidos. Primeramente, quién diría que llegaríamos a pensarnos uno al otro a esta edad francamente precaria. Bueno, digo pensarnos porque nada le agradaría más a este tierno y encantador anciano que saber que tú, en esos ratos en que los nietos no retozan en tus rodillas, o tu alergia al jugo de naranja matinal no te molesta más, tal vez te dediques a escombrar como yo el baúl de los recuerdos, mientras te ríes al leer los textos cargados de locura que solía inventar. Únicamente para ti. ¿Acaso los conservas? Y si es así, ¿dónde los ocultas? Después de bastante tiempo sin leerlos, ¿qué me podrías hoy comentar? Mírame aquí, desperdiciando mis últimos segundos en este mundo solitario pensando en ti, sin saber siquiera dónde estás, con quién vives, cuántos de tus sueños se volvieron realidad.
Realidad. Siempre la maldita realidad…
Lo que es real es que en esta tarde somnolienta un dulce sueño me ha hecho traerte con gran facilidad. Una gran ventaja, al menos para mí, tiene todo esto. Sigo espantándome cada vez que me miro por las mañanas en el espejo, porque debo confesarte que de aquellas canas ya no queda nada; hoy por hoy ya comienzo a creerme de mente brillante, pues la falta de pelo le ha dado lustre a mi peculiar personalidad. En cambio, la despedida de aquel día se llevó otras cosas, aunque al menos una la guardé para siempre: la dulce imagen de quien miró mis deseos y anhelos con ojos de honestidad. Esa fotografía mental, pequeña -¿recuerdas? En ocasiones así te decía…-, la he guardado en el corazón, y créeme que ni siquiera los tres infartos acumulados la han podido expulsar. Decenas de radiografías, angiogramas y electrocardiogramas me han puesto desnudo ante las miradas atónitas de enfermeras y galenos, quienes no han atinado a descifrar hasta el día de hoy cuáles son las verdaderas causas de este malestar vetusto que me encoge el corazón con gran pesar.
Más allá de cualquier prescripción médica y de electroshocks que descargan en mi pecho pero que únicamente dañan la corteza de mi deteriorada edad, muy por dentro me sonrío de pensar que les he estado tomando el pelo todo este tiempo, pues yo mismo, aún a pesar de mi avanzada vejez, sé bien cómo mejorarme, conozco el camino para que esa última reserva del tanque que me dejaste años atrás sea apenas suficiente para sentirme mejor delo que estoy en verdad.
La respuesta es simple.
Hoy y siempre como hace treinta y cinco años, con sólo pensarte me has inyectado una alegría indescriptible que rejuvenece mi piel arrugada, dejando que sin recato muestre la dentadura postiza revelada en sonora carcajada que despierta, al igual que hace mucho tiempo atrás, una ligera sospecha que hace a alguien preguntar:
-Y ahora, ¿de qué te ríes tú?
(Mi mirada sigue perdida, la sonrisa bien puesta en el horizonte del recuerdo que te ha traído hasta aquí, justo a mi lado)
-¡Ay, como siempre! ¡Metido en tus cosas que desde cuando debiste tirar!
(Comienzo a guardar aquello que llaman “tus cosas”, pero que en términos prácticos yo nombro “mi vida muy particular”)
-Javier, ¿es que no te has percatado que esos papeles son ya inservibles? ¿Por qué no te deshaces de ellos de una buena vez, ahora que todavía tienes tiempo para hacerlo?
(Mientras comienzo a refunfuñar como buen abuelo, me detengo un instante a pensar lo que me han dicho y me pregunto: ¿acaso eso de “todavía tienes tiempo para hacerlo” significa “lo poco de vida que te queda por dar”?)
Bueno, si esa fue la intención lo agradezco, porque nunca me arrepentiré de mi forma de vivir, mucho menos de mis necesidades y motivos por los cuales me desgasté infructuosamente; pero por encima de todo, nunca me arrepentiré de aquellas pequeñas cosas que nacieron el día que te conocí, hace exactamente treinta y cinco años. Tampoco podré olvidar, por supuesto, esa mirada dulce, la sonrisa alegre que de vez en vez me esperaba en una mesa hoy abandonada; mucho menos dejar en el pasado la sensación de aquellas manos que hoy cuánto disfrutaría me acariciaran nuevamente como lo hicieron en esos bellos instantes de soledad compartida.
En estos momentos ya es de noche. He desperdiciado algunos instantes escuchando simples regaños, pero hay algo que nadie me podrá quitar. Esta noche, aquel extraño insomnio estoy seguro habrá de llegar. Pasaré mi última noche en vela, pensando en zorros y príncipes, en sirenas encantadas y canciones escritas al calor de la ansiedad. Y en el paso lento de la noche, compartiré seguramente contigo, en la distancia de los cuerpos y los besos apagados, un viejo boleto de concierto que pueda durar toda la eternidad. Lo único que lamento es que mi último viaje no será, como alguna vez te lo propuse, con un asiento compartido contigo y mucho menos para recorrer uno, dos o tres caminos distintos. Pero no importa. Aunque ya mi fría amiga tenga para mí otro boleto, la muerte esta noche sabrá esperar.
Después de todo a ella, estoy seguro, también la terminaré de enamorar…
Javier Ruiz Paredes
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