lunes, 31 de mayo de 2010

Me gusta navegar en las palabras...

Me gusta navegar en las palabras, lo mismo que en los sueños.
Desde niño me he visto imposibilitado para decir con mucha claridad lo que pienso y siento. Tal vez será por eso que en cada acto trascendental de mi existencia he desperdiciado innumerables noches sumido en el insomnio, intentando imaginar el escenario ideal, buscando en el cúmulo de frases y clichés aquellas que fueran las más precisas para expresarle a quien fuera lo que quería decir. Mentalmente ensayaba una y otra vez el encuentro o el momento por ocurrir, meditaba bien el gesto pertinente, la mirada y las palabras, hasta que una vez convencido de que la escena estaba debidamente armada, me dormía esperando la llegada de la mañana siguiente… únicamente para que justo en el momento preciso el titubeo llegara, el sudor de manos me delatara y simplemente terminara cayendo… y callando
Muchos de los momentos trascendentales de mi existencia fueron portentos de dicha, felicidad, firmeza y determinación, pero sólo en mi imaginación. Debo admitir que mi incapacidad expresiva me ha llevado a muchas confusiones, a alejamientos que tuvieron su origen en mi enorme miedo a decir con claridad lo que siento y lo que pienso, o simplemente a manifestarme con toda honestidad sin sentir que por ello ganaba o perdía. Ahora en retrospectiva, debo reconocer que mi niñez y adolescencia fue hermosa no por todo lo que fui capaz de hacer, decir u ofrecer, sino por la infinita paciencia de todos aquellos y aquellas que me rodearon, que con una simple sonrisa supieron hacerme saber lo que significaba yo para ellos. También porque supieron darle su justa importancia a mis dichos y mis silencios, tantas veces prolongados, injustificados, pero siempre ahí presentes.
Será por ello que busqué desde pequeño formas más íntimas y personales de poder decir lo que pienso. Navegando a profundidad en las soledades de una habitación, recuerdo haber escrito infinidad de pensamientos. De tal forma que pareciera ratificarse un poco el sentido de aquella vieja canción llamada “Both sides now”, de Joni Mitchell:

Como cascadas y témpanos de pelo de ángel,
Como castillos de helado en el aire;
Como cañones de plumas por todas partes.
He visto a las nubes de ese modo.


Pero ahora no hacen más que cubrir el sol;
Llueven y nievan sobre todo.
Hay tanto que habría podido hacer,
Pero una nube me lo impidió.


Ya he visto a las nubes desde ambos lados
Desde arriba, desde abajo,
Y, sin embargo, de algún modo,
Son sólo ilusiones de nubes las que recuerdo.
En realidad, no sé nada de las nubes.


Lunas y junios y ruedas de Chicago;
Ese vértigo danzante que se siente
Mientras el cuento de hadas se va haciendo realidad.
He visto al amor de ese modo.

Pero ahora, no es más que un espectáculo.
Se quedan riendo mientras te alejas,
Y, si te duele, que no lo sepan;
No te delates…

Ya he visto al amor desde ambos lados,
Desde el dar hasta el recibir
Y, sin embargo, de algún modo,
Son sólo ilusiones de amor las que recuerdo.
En realidad, aún no sé nada del amor.


Lágrimas y miedo;
Sentirse orgulloso de gritar “te amo”;
Sueños y planes y muchedumbres felices.
He visto la vida de ese modo.

Pero ahora, los viejos amigos actúan raro,
Me reprueban, me dicen que he cambiado;
Bueno, algo se pierde y algo se gana
Viviendo cada día.

Ya he visto la vida desde ambos lados,
He perdido y he ganado
Y, sin embargo, de algún modo,
Son sólo ilusiones de la vida las que recuerdo.
En realidad, no sé nada de la vida.

Los momentos más trascendentes de mi vida, los recuerdos memorables, los nombres y los tiempos, los lugares y las sensaciones que me han marcado profundamente tienen su hogar en un puñado de textos garabateados en viejas hojas de papel. Podría decir sin temor a equivocarme que el anecdotario de mis emociones habita perennemente en frases escritas con distintas tintas y grafías, convertidos en tesoros que de repente se extravían entre los libros de mi casa, se deslizan sigilosos en cajas de cartón que de cuando en cuando hurgo, curioso y melancólico, como el detective que lupa en mano busca las huellas que delaten la vida que ha permanecida oculta, agazapada de tiempo atrás.
No recuerdo a ciencia cierta cuándo fue que escribí algo que fuera plenamente mío, que hubiera dado a luz convencido de los dolores naturales de quien pare palabras que decantan historias y anécdotas en las que seguramente tú, amigo lector, ocupas un lugar especial. De lo que no tengo la menor duda es que a mis doce años de edad inicié el ritual de la escritura más movido por el amor a las personas que el amor a las palabras… Ahora, cuarenta y un años después, muchas personas han quebrantado la promesa idílica del amor eterno; a otras tantas mi inconsistencia frecuente o tal vez mi incapacidad por ser lo que los demás esperan de mí han terminado alejándolas sin explicación alguna… pero de algo estoy seguro: el amor por las palabras sigue ahí, se profundiza y renueva votos de fidelidad en tanto el corazón siga latiendo por las presencias y las ausencias, por lo que ha sido, pero también por lo que pudo ser y finalmente no fue. En fin, que el prodigio de la palabra escrita me enamora y me ata; me ayuda a sobrevivir cuando muchas veces la escritura es lo único que te ayuda a salir de esa encrucijada que es la vida misma, cuando te sientes entre la espada y la pared. Yo, cuando esto ocurre, prefiero decir que estoy entre la pluma y el papel.
A los doce años qué tanto puedes decir. La escuela y sus procedimientos castrantes te limitan; educarse en esos tiempos como en los actuales obligaba a asumir que el bozal de las expresiones debía ceñirse a las reglas absurdas que muchas veces los maestros te imponían. Ni qué imaginar que pudiera ocurrir algo maravilloso como permitirte hablar con la libertad de un caballo galopante en las praderas; mucho menos pensar que en los escritos escolares podrías encontrar el pretexto necesario para cubrir con frases exactas el descobijo de un huérfano de respuestas, abandonado en el insomnio nocturno que atosiga cuando crees que el mundo es duro contigo, que nadie te comprende, que es difícil crecer en el páramo de la soledad… a menos que llegue el amor, que es el bálsamo que al principio lo cura todo, la rama extendida que te saca del atolladero existencial en que de niños y adolescentes nos encanta masoquistamente estar.
Por amor fue que una vez me atreví a escribir mi primer poema. Y, claro, como bien deduces se lo dediqué a Ella. Fue ese momento prodigioso el que me hizo esforzarme porque la letra se viera bien. Ensayar la caligrafía fue para mí un verdadero acto de amor. Pero la creatividad no siempre me acompañaba, así que a falta de musas etéreas procuraba alimentar la vena poética escuchando bellas canciones de Joan Manuel Serrat. Y así, poco a poco, desarrollé algunas estrategias para ir dándole acomodo a los sentimientos a través de la palabra escrita, montando las palabras en el ritmo de una canción. Lo demás vino solo, fue algo como simplemente dejarse llevar…
Los papeles se acumulaban porque mientras hubiera palabras desbordadas era posible hilar poemas, tejer sentimientos y bordar los textos en cualquier hoja de cuaderno. Tantas cosas escritas terminan por salirse de su refugio, reclaman impacientes la voz que les de vida, porque un texto escrito a fuego no merece quedarse sumido en el fondo oscuro del silencio, es pertinente darle un tiempo y una voz para que decante su origen y su razón. Quizá por eso fue que un día en Clase de Español, la maestra Imelda Luna solicitó nuestros cuadernos para revisar algún trabajo. Uno a uno fuimos pasando a dejarlos abiertos de par en par, de la misma manera en que se abren las puertas y las ventanas de la casa a un amigo y dejamos que se sienta a gusto en eso que llamamos nuestro hogar. Y es que eso era efectivamente ese cuaderno de Español: era hogar de mis hojas sueltas y huidizas que fueron escritas para Ella, pero que siempre terminaban dobladas a la espera de que llegara el día en que me atreviera a enviarlas de manera puntual. El caso fue que la maestra revisó cada cuaderno apilado en su escritorio, y conforme iba cumpliendo con su obligación de calificar nos iba nombrando para que pasáramos a recibirlo de manos de ella. Todo eso para mí era rutinario, sabía que era el protocolo cotidiano de su clase… salvo que ese día la maestra fue la primera que descubrió lo que mi cuaderno ocultaba y me lo hizo notar.

-Ruiz Paredes… pasa por tu cuaderno- Seguramente eso fue lo primero que la maestra pronunció. Y mientras iba levantándolo de su escritorio, una hoja doblada en dos se deslizó de su interior, rompió la modorra en la que se sumerge lo que se cansa de esperar y cayó al piso. Mientras iba caminando hacia la maestra, miré con angustia que algo estaba a punto de delatar mis sentimientos. No era la primera vez que esto ocurría con alguno de nosotros. Los maestros en la clase siempre estaban como cazadores furtivos esperando atrapar a la presa que no era más que un pedacito de papel que circulaba de mano en mano. Si alguno de ellos tenía suerte y el arponazo de la vista detectaba ese correo escrito, lo confiscaba y después de leerlo en silencio lo compartía con los demás usando para ello un tono de sorna y mofa cuya única intención era humillarte ante los compañeros de grupo... Eso bastaba para que entre clase y clase o en los recesos de toda una larga semana los compañeros te hirieran con sus bromas y sus burlas, el tiempo suficiente hasta que otro inocente dejara caer en manos del enemigo otro papelito inocente y te sustituyera felizmente en el papel del enamorado incauto con faltas de ortografía y redacción.
Me esperaba lo peor. Avancé a pasos que primero fueron apresurados, como queriendo llegar antes de que la maestra comenzara a leer la hoja y arrebatarla de sus manos para que no se escuchara lo que estúpidamente yo mismo condené a callar; pero después los pasos fueron lentos, sabido de antemano que no podría hacer nada y evitar que lo leyera. Y eso fue lo que ella hizo. Leyó en silencio y al terminar de hacerlo levantó la mirada mientras yo esperaba que comenzara a leerlo ahora en voz alta para que todo el mundo se enterara de mi secreto. Pero algo extraño sucedió. Antes de que yo llegara a la maestra, en voz alta como para que todos lo oyeran me preguntó: -¿Tú escribiste esto?- Sí- fue lo único que atiné a contestar. Después, con una voz queda murmuró justo cuando estuve frente a ella: -Qué bonito escribes… a mí me hubiera gustado que un novio me hubiera escrito como tú le escribes a Ella. Sigue escribiendo, lo haces bien, de verdad-.
Palabras más, palabras menos, eso fue lo que sucedió. No me preguntes amigo lector qué decía el dichoso papelito descubierto, hace ya bastantes años que se extravió en el tiempo y para quien fue escrito ni siquiera recuerdo si lo habrá leído, a fuerza de decir verdad. Lo que si es necesario decir aquí es que esa mañana de escuela descubrí que los maestros, a veces involuntariamente, pueden hacernos sentir muy mal exhibiéndonos a los ojos de los demás; pero también están los otros, a los que unas cuantas palabras escritas con el peso del amor ingenuo de un niño de 12 ó 13 años les hacen olvidar que ellos son quienes ordenan y mandan, quienes se burlan y condenan, y tal vez los trasladen a esos momentos de su infancia y adolescencia en que quizás ellos también escribieron algo y no se atrevieron a entregarlo a quien amaban. Yo no lo sé de cierto, pero me atrevo a imaginar que por esa extraña ocasión algo se movió en el corazón de mi maestra, y por primera vez no calificó la ortografía de ese poemita escrito en una hoja de cuaderno. Quizá se vio un poco reflejada en lo que ahí estaba escrito y fue por eso que su sonrisa y su comentario fueron una hermosa palmadita a mi espíritu, lo suficientemente firme y motivante, a grado tal que hoy, después de tantos años continúo escribiendo sobre las mismas cosas, recordando los mismos nombres, pensando en que aún sobran palabras que aguardan impacientes a que me atreva como hoy a compartirlas y dejarlas que nazcan, porque si hace 29 años no me permití dejarlas salir, hoy aún estoy a tiempo compartirlas con la gente que amo, con aquellos que son para mí importantes; en pocas palabras, para personas como Tú, que me brindan amablemente un tiempo de su vida y me privilegian leyendo el recuerdo de esa infancia compartida que es un libro abierto, para tratar de entender mis días y mis años a través de estas historias que hoy, por decreto, prometo escribir cuantas veces sean necesarias para que no se olviden ni mueran en silencio jamás…

Javier Ruiz Paredes.