El amor hace milagros.
De adolescente uno se asume intrépido, osado, capaz de devorarse el mundo, golpearlo con toda la energía que la juventud nos da… a menos que sea con un bate de beisbol, porque entonces las circunstancias cambian, obligan a ser preciso, a blandir el tolete con destreza y esperar con calma el lanzamiento exacto, el adecuado para que el swing sea fructífero y de golpe mande la pelota lejos, a aquellas fronteras infinitas que sólo unos cuantos podrán, de vez en cuando, rebasar.
Uno era más bien futbolero, habitante de la calle polvosa al fin. Sería por eso que no encajaba en los rituales deportivos de los compañeros de la Escuela Secundaria N° 71, habituados a la práctica de dos deportes específicos: el futbol americano y el beisbol. Recuerdo haber ido a casa de Isidro en muchas ocasiones, motivado por las invitaciones para practicar un deporte que hasta entonces había pasado inadvertido para mí, que era el beis. Y también me recuerdo sorprendido al descubrir la generosidad de su padre al haberle dotado ni más ni menos que de todo el armamento indispensable para librar una batalla a toletazos. Guantes o manoplas de piel lo mismo de cátcher que de pitcher, o vayan a saber si de jardinero o… nunca me quedó clara la diferencia entre unas y otras, salvo la del cátcher que esa sí era más gruesa y redonda. Bates de madera y uno de aluminio, además de guantes de piel para que se tuviera el agarre suficiente al momento de batear. Toda la parafernalia necesaria estaba ahí, frente a un grupito de cuatro de quienes yo dudaba fuéramos capaces de usar todo aquel armatoste para divertirnos con libertad… El otro problema que había es que yo soy zurdo, y en consecuencia esa pequeña diferencia se convertía en problema cuando se trataba de cachar, porque obviamente nadie tenía una manopla especialmente diseñada para mí. No hubo problema, porque Isidro simplemente sugirió:
- ¿Por qué no usas ésta que es más blanda? Te la pones en la mano izquierda y ya está…
- Pero, ¿no crees que sea algo complicado?- Decía yo mientras sentía la incomodidad de usar algo “al revés” a mi condición de zurdo natural.
Puede más la pasión que todos los obstáculos, así que al rato ya estábamos sobre la calle de Copacabana, muy cerca del Parque de los Patos, lanzando de un lado para otro pelotas elevadas con la debida precaución para no estrellarla contra los parabrisas de los autos que estaban aparcados ahí. Obvio, muy divertido no era, al menos para mí, acostumbrado más al ir y venir tras de un balón desgajado, a solventar las presiones del contrario con la magia de un pie izquierdo que de vez en cuando me daba alegrías y satisfacciones en un partido callejero de futbol. Jugar beisbol implica la necesidad de espacio, un área delimitada para sentir la confianza de soltar el garrotazo pleno y a la vez contar con el campo suficiente para correr y atrapar los elevados cuando estuviera uno a la defensiva. Y así fue como algo empezó a ocurrir.
Eran sin duda muchos los compañeros que tenían guantes y bates. Recuerdo que las pelotas no eran tan caras y además había unas de marca nacional –“marca conejo, antes rabbit”, así decía la impresión en la piel de la pelota-, así que el caldo de cultivo estaba preparándose, únicamente faltaba el cocinero especializado que con su toque pudiera convocar a los comensales a tan suculento banquete deportivo. No sé cómo ocurrió, el caso fue que un día en la escuela Isidro y Arturo Farías comenzaron a reclutar jugadores, porque algo extraordinario estaba a punto de gestarse: un torneo inter-grupos de nuestra secundaria de beisbol. Y claro, por supuesto que jugué. Está de más decir que la razón no fue mi habilidad como pelotero, más bien la enorme necesidad de agregar a unos cuantos, entre ellos yo, para poder completar la novena y así dar forma al equipo. Ingrata que es la memoria, recuerdo a unos cuantos, entre ellos los ya mencionados Isidro y Arturo, además de Guillermo, David a quien apodaban “el Yogui”, y a otro compañero que vivía cerca de la casa de Claudia Liduvina, entrañable compañera de aquellos días. Tampoco recuerdo cómo se armó la competencia, y si la memoria no me traiciona se juntó una cantidad de dinero a manera de inscripción que era el premio que se entregaría a quien ganara la competición. La sede ideal era el Parque de las Flores, porque contaba con una explanada que en ese entonces se me hacía inmensa y adecuada para tal fin.
No recuerdo si fueron muchos o pocos partidos. Mucho menos contra quiénes nos tocó competir. Lo que sí recuerdo es que no falté a ninguno de los partidos, aún con mis propias limitaciones y desventajas que después comprendí que podían convertirse en virtudes. Finalmente, debo reconocer que los zurdos no abundan, y que lanzarle a un zurdo a veces resulta complicado para el pitcher… pero esa “sabiduría deportiva” me llegó mucho después. En el afán de tener un equipo competitivo, Isidro consiguió quién sabe en dónde una viejísima manopla para zurdo de color … ¿qué color era? Tan vieja era la famosa manopla que ni se podía apreciar el color original. Pero no hubo problema. Esa ausencia cromática la resolví aplicando una generosa capa de esmalte en aerosol negro, que dejo mi guante negro, brillante… y algo tieso.
Mi papel en el equipo, además de completarlo para formar la novena completa, era cumplir con la función de pitcher, claro, con las precisas indicaciones de mi manager: -“Tú sólo lanza la pelota al bateador, no te muevas y procura no estorbar”- así seguramente me habría dicho Isidro, a quien obedecí ciegamente, a decir verdad. Y creo no haber estorbado tanto, porque después de varios encuentros nuestro equipo, sorprendentemente, logró llegar a la final. No me preguntes contra quién, amable lector, porque eso no lo recuerdo ya. Lo que sí nunca olvidaré son las circunstancias que se dieron, fortuitamente, para que yo de ser un riesgo de estorbo me erigiera en héroe involuntario de una anécdota deportiva que devino amorosa por destino y corazón.
Era el partido final. Y en ése, como en muchos otros, además de los jugadores estaban las compañeras del grupo, que no necesariamente iban para apoyarnos, más bien aprovechaban el partido para de paso ver a los otros chicos de los demás salones que por supuesto les agradaban. Pero eso para mí no era problema, porque Ella siempre estaba ahí. La recuerdo siempre junto a sus amigas, de vez en cuando platicando con los compañeros, incluso con mucha confianza, y yo le veía y escasamente hablaba con Ella –recuerda que ya mencioné antes que eso de decir lo que siento y expresarlo con precisión siempre fue un problema para mí-; así que como podrás advertir el juego implica riesgos, inquietudes e incertidumbres. No sé si habrá sido un partido reñido, mucho menos me aventuro a decir que fue espectacular. El caso es que llegó a la entrada final con un empate entre nosotros y ellos, nuestros rivales. Cerrábamos al bateo y todo lo que se lograra sería en consecuencia ganancia para el equipo en el cual jugaba. Pero había un pequeño problema: en esa ronda de bateadores estaba yo, que no era nada bueno para el bate. Y eso sí que era un conflicto, no para mí, sino para Isidro, que quizás veía en riesgo su orgullo ganador sabiendo de antemano mis limitaciones deportivas en el beis. Listo que era, Isidro tuvo una idea genial, para él, por supuesto. Me sugirió "muy sutilmente" que me hiciera el perdedizo, como si ya me hubiera ido porque otro reto monumental –la tarea- me esperara. Así que dócilmente tomé mi viejísima manopla laqueada de esmalte negro, me escabullí por detrás de el muro de fondo del foro al aire libre que tenía el parque y aguardé pacientemente a que se desarrollara el final del juego y el resultado llegara hacia mí.
La espera no fue tan prolongada, no porque el juego acabara pronto con el resultado esperado. Lo que ocurrió es que alguien del equipo contrario me vio por ahí, y por supuesto que los rivales no se “tragaron” ni tantito el chisme de que me había tenido que ir. Así fue que, cual prisionero de guerra que es llevado al cadalso, bien custodiado por los acérrimos enemigos, fui trasladado de regreso al campo de juego para cumplir cabalmente con mi deportiva obligación. Con bate en mano me dirigí a tomar la posición y esperar el lanzamiento, cuando de repente Isidro se me acercó para decirme con notable seguridad: -Si logras batear bien, te prometo que Ella te dará un beso en la boca-. Es muy seguro que él haya confundido mi inseguridad con el bate con la incredulidad del enamorado ingenuo, porque al verme algo indeciso, fue por Ella para preguntarle justo frente a mí: -¿Verdad que sí le vas a dar el beso en la boca?- Y Ella, apenada, musitó en voz tenue un “sí” que me hizo sentir todavía más el miedo en tan exigente situación.
Parado ahí, frente al pitcher, viendo el horizonte lejano cuya frontera nacía justo donde se terminaba la acera para dar paso al tránsito veloz de los autos que corrían veloces sobre el Eje Cinco Sur, no inicié ningún ritual con el cual poder garantizar una actuación decorosa para cerrar dignamente mi novel participación como beisbolista. Mucho menos me encomendé a algún santo para que me librara de una vergonzosa retirada del plato, ponchado y con el repudio justificado de mis compañeros de equipo. Y hoy, después de 30 años de esto, creo que nada de aquello era necesario, porque ese día, como muchos de mi niñez lejana, eran días plenos, poderosos, iluminados por una luz divina que no era otra cosa que el azar y el valor que a veces confundimos con miedo mientras galopa, palpitante, nuestro corazón.
El bate golpeó la bola sin que yo pudiera percatarme de cómo fue que lo hice, porque entonces ignoraba muchas cosas de ese deporte extraño para alguien acostumbrado a otros juegos y otros territorios de diversión y libertad. El caso es que tan pronto sentí el vibrar del bate en mis manos y escuché el sonido seco de una pelota que es golpeada por casualidad, miré como ésta se elevaba portentosa. Fue como si de repente el aliento contenido de los ahí presentes fuera el conjuro que evitara que se desviara el vuelo de la bola por encima de nuestras cabezas, de la misma manera como salta y se desborda la inusitada alegría cuando vez que la gloria está muy cerca de tus manos, y que el anhelado trofeo está a punto de llegar a ti, que no confiabas en el poder que posee saberse querido, amado, ese sentimiento ingenuo que siempre nos llenaba el corazón y el cuerpo de calor.
Es grato el sabor del triunfo…
Pero lo es más todavía el sabor del recuerdo de unos labios que no se pueden olvidar. Porque como seguramente deducirás, amigo lector, el trofeo fue ganado a cabalidad; no el que consistía en la recompensa de un dinero acumulado que ni siquiera recuerdo si es que recibí algo de esa cantidad. A fin de cuentas, no creo haber hecho los suficientes méritos deportivos como para merecerme tal recompensa, si asumo que el éxito fue más producto del maravilloso azar que de mi triste capacidad deportiva. Lo que sí recuerdo es haber recibido no uno, sino muchos, muchísimos más besos de los que un triunfador pudiera haber pensado recibir. Y todavía me regocijo pensando en que aquella tarde devino noche plena de placeres inimaginados, sentados Ella y yo en una banca de piedra oscura, de las muchas que todavía están ahí, testigos mudos de esta historia, en el inolvidable Parque de las Flores. La última vez que anduve por ahí, fugazmente caminé atravesando la explanada donde hace treinta años ocurrió este capítulo de mi vida que nunca podré olvidar. La vida se ha extendido de manera incontrolable, pero extrañamente el parque ahora me parece pequeño, comparado con el peso del recuerdo de esos días que no volverán. Así que espero darme un tiempo en los días que están por venir, para ir a sentarme nuevamente en una de esas bancas, mientras miro con envidia a esos jóvenes que por ahí se esconden y se escapan para dar rienda suelta a sus deseos tiernos, o tal vez, simplemente, me quede mirando el espejo de la vida de otros chicos y chicas que dan rienda suelta a sus juegos mientras me hacen sentir que siempre habita en uno ese niño pequeño que hacía cosas extraordinarias por amor.
Simplemente amor…
Javier Ruiz Paredes.