A los cinco años planté un nombre. Aún no sabía escribir, y el jardín de casa me reservaba un lugar mágico, bajo las azaleas cultivadas por papá. Allí lo pronuncié por primera vez:
- Pa-blo… - Los sonidos saltaron sobre mi mano izquierda, que me cruzaba la boca para recogerlos uno por uno. Tenía miedo de que se me cayera alguno. De ese modo ¡zas!, la magia rota y Pablo se me perdería para siempre. Pero no. Los duendes me querían entonces: Los sentí chocar contra mi piel y cerré la mano con fuerza. Ya era mío.
Después, lo planté apresurada, para que mis hermanas mayores no descubrieran el secreto y corrí al comedor, donde ellas y mis padres me esperaban para almorzar. Todos estaban alegres aquel domingo… Yo también: Acababa de plantar el nombre de mi amigo.
Ah… No podía contárselo a nadie: ¡Yo no conocía a ningún chico que se llamara Pablo! ¡Cómo se iban a reír mis hermanas, si les decía que me había inventado un amigo! ¿Y mi mamá? Seguramente me volvería a repetir que mis amigos verdaderos eran Lucas, Teresa, Carlitos, Raquel o Angélica, los hijos de nuestros vecinos…
¿Y papá? Papá se limitaría a responderme con un dulce silencio… ¿Quién iba a entender que yo necesitaba un Pablo, y que sabía que alguna tarde tenía que aparecer, porque había plantado su nombre con amor?
El tiempo que hubiera de esperarlo no me importaba. Es más, el tiempo no tenía entonces, para mí, ninguna importancia…
Cuando cumplí seis años ingresé en primer grado y aprendí a escribir, como todos los chicos.
-Bla, ble. Bli, blo, blu- leí una mañana a coro, junto con mis compañeros, mientras la maestra escribía esas sílabas en la pizarra, con tizas de colores.
Ble era un caBLE amarillo…
Bli, una taBLIta verde…
Blu, una BLUsa colorada…
Bla, todo lo BLAnco…
¿Y Blo? El corazón me atropelló el guardapolvo: ¡Blo era PaBLO! ¡Y azul!
-PaBLO es el carpintero de mi pueBLO- nos dictó más tarde la maestra. Y en mi cuadernito, generosamente abierto como la tierra del jardín de casa, escribí el nombre de mi amigo por primera vez. En el mismo momento, me pareció oír un canto o un silbo… Un canto o un silbo breve, tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso, igual de inexplicable.
Terminaron las clases. Y sí. Sí. Sí y sí: Ese verano, tropecé con Pablo: Digo que tropecé, porque realmente sucedió así. Él doblaba una esquina de mi casa, arrastrando una rama contra la pared. Yo caminaba en dirección contraria. De golpe, el encuentro. A puro sol. De frente.
Nos miramos entre aleteos. (Todavía sobraban las mariposas…)
-¡Hola!- me gritaron Lucas, Teresa, Carlitos y Raquel, que venían siguiéndolo. –Es el nieto de don Gregorio…- me dijo Lucas.
-…que vino de campo…- agregó Carlitos.
-… a pasar las vacaciones en la ciudad- completó Raquel, excitada.
-Ésta es Elsita, Pablo.- Teresa nos presentó.
¡Ja! ¡Como si hubiera hecho falta! ¡Al amigo se le reconoce por los ojos! Y nosotros dos mirándonos, ya nos habíamos reconocido.
Esa noche, volví al jardín y desenterré su nombre: ¡Mi amigo Pablo había aparecido por fin!
¿Cómo contarles lo que nos dimos? Necesitaría palabras hechas a mano, de esas que únicamente ustedes, los chicos, son capaces de dibujar… (Yo ya soy grande y uso máquina de escribir…) Sin embargo, creo que puedo ayudarlos para que lo imaginen: Aquel verano fue la suma de uno más uno. Reímos, cómplices los dos, y lloramos a dúo.
Aquél verano fue una plaza, donde juntos perseguimos –con los ojos. Los mismos pájaros…
Aquel verano fue una siesta, en la que ambos –en puntas de pie- escuchamos campanear nuestros zapatos sobre un sueño que solamente nosotros dos sabíamos que era común.
Al gastarse las vacaciones, Pablo volvió a su provincia. Marzo había venido a buscarlo. Marzo se fue, llevándolo.
No nos volvimos a ver.
Fuimos amigos durante un verano.
Amigos a más no poder. Un verano solo, amigos.
Un único verano.
Uno.
Ya les dije que el tiempo entonces, para mí, no tenía la menor importancia.
Para Pablo tampoco.
No puedo escribir más: En este momento me parece oír un canto o un silbo… Un canto o un silbo breve, tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso.
Igual de inexplicable...
Elsa Bornemann
“El libro de los chicos enamorados”
Música, Literatura, textos personales, puñados de letras que se convierten en espejo que refleja un poco de lo que soy.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Por qué escribir
POR QUÉ ESCRIBIR...
(Texto leído en la presentación de la revista “Entre maestr@s”, editada por la Unidad Pedagógica Nacional)
Hace veinte años, si es que la memoria no traiciona a los recuerdos, algunos de ellos gratos y otros no tanto, un niño incursionaba en la afanosa tarea de escribir sobre todo lo que le gustaba. Y ustedes seguramente se preguntarán: ¿Qué era aquello que tanto le agradaba? En efecto, no lo piensen más, por supuesto que lo que más le llamaba la atención eran las niñas. Quizá inspirado por esa vieja canción de Serrat que exorciza los temores del amor infantil para convertir a dos adolescentes en amantes debutantes, el muchachito de esta historia bordaba con hilos de azúcar muchísimas palabras escritas con letra suave, redonda e inclinada, con las cuales escribía cartas a su amor risueño.
Solo que, habida cuenta de las crueles costumbres que suelen tener los adultos, él se esmeraba no tanto en lo que escribía, mucho menos porque sus palabras tuvieran la claridad necesaria para expresar todo el sentimiento que embargaba su juvenil corazón enamorado. Mas bien lo que procuraba era que esas hojas recortadas de algún aburrido cuaderno escolar no cayeran en manos ni en ojos de nadie más, y mucho menos de alguno de sus queridos hermanos.
Cada vez que recibía respuesta a sus misivas, él gozaba leyendo una y otra vez los mensajes de su amada, y no eran suficientes las mañanas y las tardes para este goce íntimo, pues esa práctica la extendía a la oscuridad de su cuarto, cubierto su cuerpo con sábanas blancas a manera de escondite, y alumbrando su desvelo con la flama tenue que una vela metida de contrabando solía regalarle a su noche de ensueños. Después de culminado el ritual, aquel jovencito guardaba sus sueños de palabras nuevamente en el sobre alado de la ilusión, mientras la almohada protegía con su mullido relleno de borra aquellas cartas que sus manos se negaban a abandonar. Llegó a acumular tantas entre colchón y almohada que esta práctica críptica y oscurantista, por aquello de la velita encendida, fue su total perdición...
Cierta mañana de domingo, como aquellas en las cuales la nostalgia nos trae la pereza del despertar dominical, después de la inevitable visita a la iglesia en horario madrugador, sentados todos a la mesa del desayuno bien dispuestos a comer los típicos tamales de ese día, el muchacho estaba a punto de morder uno de dulce con pasas, cuando la voz sarcástica de su hermano resonó en el silencio amodorrado de esa mañana llamando la atención de los demás:
- ¿Malena? ¿Quién es Malena? Seguro que tu noviecita, ¿verdad? Oye, y... ¿No se aburre de leer tus cursilerías? Porque digo, eso del amor no es para tu edad, y menos escribiendo con esas horribles faltas de ortografía... ¿Te doy un consejo, hermano? Debes mejorar, seguro que debes mejorar... -
Palabras más, palabras menos, eso fue lo que al pobre le sucedió. Y después de ese instante eterno de vergüenza ante la mirada burlona de los demás, el muchacho no supo que fue lo que más le dolió: Si el sonido de la hoja de papel cuadriculado al desgarrarse en el arrebato de arrancarla de las manos del delator, o tal vez el crujido de un corazón que desgajaba en trozos su afecto por las palabras, los sentimientos, la emoción de saberse sintiendo algo diferente que los demás no alcanzaban a comprender...
La maldición parecía estar lanzada, porque en ese momento la consigna clara y estúpida parecía ser que no era correcto ponerse a escribir, y muchísimo menos de cosas tan insignificantes como aquéllas. Finalizaría esta curiosa historia diciendo que no, afortunadamente el jovencito creció, continuó escribiendo y, además de todo, estudió para ser maestro, modificando hoy en día ese destino absurdo que pocas veces alguien que padece cosas similares logra ignorar...
Porque si el destino de muchos niños hubiera sido como el propuesto en la historia con la burla de nuestros hermanos y maestros, entonces no habría en estos tiempos escritores que escribieran canciones de amor, poemas, cuentos para niños, artículos para revistas y otras cosas más en las cuales vaya el compromiso de sentirse libre y diferente de los demás...
Y es que a veces parece que es línea trazada sin posibilidad de corrección, el hecho de que los maestros solo podamos escribir usando un crayón de cera rojo, redactando recados injuriosos y vergonzantes que sonrojen al padre más desobligado o al alumno más irresponsable, o tal vez el único camino para que un docente se valore también como escritor, sea el de graduarse en esas lides escribiendo una sarta de mentiras a manera de oficios, planes de trabajo y proyectos que, he de confesarlo aquí, públicamente, muchas veces yo he perpetrado con singular destreza y originalidad...
Mas allá de ese anecdótico recuerdo que me refleja ante ustedes como ese niño enamorado y escritor que alguna vez fui, alguien me preguntaba, en referencia a la publicación de un escrito mío en esta revista que hoy se presenta, sobre qué se sentía que a uno le publicaran algo, y más cuando ese escrito iba a ser leído por maestros.
Y creo que en la respuesta siguiente está claramente silueteada la minúscula, pero muy significativa diferencia: Primeramente escribo porque es algo esencial para mí; en efecto, así como existen voces que declaran consignas en el grito de protesta, así como vive alguien escribiendo sus canciones y perfila ideales a través de ellas, así como hay muchos otros aquí en este lugar que manifiestan sueños e imágenes usando las metáforas y el don de la palabra escrita, la escritura es para mí símbolo desnudo que presenta ante ustedes, sin ningún desparpajo, la faceta más profunda de lo que uno es...
Saber cómo pienso, lo que siento y lo que en esencia es vital para mí, forman parte de las muchas causas del por qué uno escribe, y no necesariamente hacerlo para darse el lujo de formar parte de un selecto grupo de escritores que en lo fundamentales todos, y muy especialmente los maestros, deberíamos ser.
Es obvio que la experiencia me ha demostrado que no siempre se escribe con claridad y eficiencia - y espero que este texto no sea digno ejemplo de tal afirmación -, pero no considero justo tampoco que el primer tropiezo, la primera crítica o la falta de respuesta sea pretexto para abandonar esta práctica. Lo que me queda muy claro es que nunca nos podremos convertir en escritores plenos si antes no reclamamos para nosotros mismos el derecho democrático de escribir algo para ser compartido con los demás.
Saberme igual a los otros en un complejo mar de diferencias es lo que me ha provocado a comunicarme usando para ello las palabras, y esa necesidad es todavía más grande cuando lo que se escribe lleva el siguiente fin: ayudarse unos a otros, compartir diferentes puntos de vista sobre un mismo tema, verter experiencias y momentos que nos identifiquen como maestros usando para ello la palabra escrita.
Sea pues este relato anecdótico un buen paso para recordar cosas, refrescarnos la memoria y preguntarnos qué hacemos para que nuestros alumnos escriban con libertad, o mejor aún, cómo luchamos los maestros para que la escritura sea el vehículo que nos vincule con los demás, sin mayores pretensiones que la de ser un simple escritor de lo propio, porque pienso que todo aquél que escribe y lee con libertad e identidad propia se debe asumir como tal.
Finalmente, espero que de esta anécdota surjan dos cosas valiosas:
Primeramente que la lectura gozosa y reflexiva brote en cada uno de nosotros, así como en nuestros maestros, y con ello nos abra un nuevo panorama sobre nuestro trabajo, nuestras inquietudes y necesidades profesionales, en el sentido de unificar criterios sobre nuestra labor, y finalmente, que lo que algunos escribimos y que hoy aparece escrito en esta página sea un artículo de lectura -que no de fe- que ustedes cuestionen, critiquen y valoren como un excelente pretexto para escribir lo que piensan y formar parte de las personas que escriben por amor a quienes les leen y escuchan, a su trabajo, a sus ideas y compromisos y, por supuesto, por un enorme amor al arte...
Javier Ruiz Paredes
2000
(Texto leído en la presentación de la revista “Entre maestr@s”, editada por la Unidad Pedagógica Nacional)
Hace veinte años, si es que la memoria no traiciona a los recuerdos, algunos de ellos gratos y otros no tanto, un niño incursionaba en la afanosa tarea de escribir sobre todo lo que le gustaba. Y ustedes seguramente se preguntarán: ¿Qué era aquello que tanto le agradaba? En efecto, no lo piensen más, por supuesto que lo que más le llamaba la atención eran las niñas. Quizá inspirado por esa vieja canción de Serrat que exorciza los temores del amor infantil para convertir a dos adolescentes en amantes debutantes, el muchachito de esta historia bordaba con hilos de azúcar muchísimas palabras escritas con letra suave, redonda e inclinada, con las cuales escribía cartas a su amor risueño.
Solo que, habida cuenta de las crueles costumbres que suelen tener los adultos, él se esmeraba no tanto en lo que escribía, mucho menos porque sus palabras tuvieran la claridad necesaria para expresar todo el sentimiento que embargaba su juvenil corazón enamorado. Mas bien lo que procuraba era que esas hojas recortadas de algún aburrido cuaderno escolar no cayeran en manos ni en ojos de nadie más, y mucho menos de alguno de sus queridos hermanos.
Cada vez que recibía respuesta a sus misivas, él gozaba leyendo una y otra vez los mensajes de su amada, y no eran suficientes las mañanas y las tardes para este goce íntimo, pues esa práctica la extendía a la oscuridad de su cuarto, cubierto su cuerpo con sábanas blancas a manera de escondite, y alumbrando su desvelo con la flama tenue que una vela metida de contrabando solía regalarle a su noche de ensueños. Después de culminado el ritual, aquel jovencito guardaba sus sueños de palabras nuevamente en el sobre alado de la ilusión, mientras la almohada protegía con su mullido relleno de borra aquellas cartas que sus manos se negaban a abandonar. Llegó a acumular tantas entre colchón y almohada que esta práctica críptica y oscurantista, por aquello de la velita encendida, fue su total perdición...
Cierta mañana de domingo, como aquellas en las cuales la nostalgia nos trae la pereza del despertar dominical, después de la inevitable visita a la iglesia en horario madrugador, sentados todos a la mesa del desayuno bien dispuestos a comer los típicos tamales de ese día, el muchacho estaba a punto de morder uno de dulce con pasas, cuando la voz sarcástica de su hermano resonó en el silencio amodorrado de esa mañana llamando la atención de los demás:
- ¿Malena? ¿Quién es Malena? Seguro que tu noviecita, ¿verdad? Oye, y... ¿No se aburre de leer tus cursilerías? Porque digo, eso del amor no es para tu edad, y menos escribiendo con esas horribles faltas de ortografía... ¿Te doy un consejo, hermano? Debes mejorar, seguro que debes mejorar... -
Palabras más, palabras menos, eso fue lo que al pobre le sucedió. Y después de ese instante eterno de vergüenza ante la mirada burlona de los demás, el muchacho no supo que fue lo que más le dolió: Si el sonido de la hoja de papel cuadriculado al desgarrarse en el arrebato de arrancarla de las manos del delator, o tal vez el crujido de un corazón que desgajaba en trozos su afecto por las palabras, los sentimientos, la emoción de saberse sintiendo algo diferente que los demás no alcanzaban a comprender...
La maldición parecía estar lanzada, porque en ese momento la consigna clara y estúpida parecía ser que no era correcto ponerse a escribir, y muchísimo menos de cosas tan insignificantes como aquéllas. Finalizaría esta curiosa historia diciendo que no, afortunadamente el jovencito creció, continuó escribiendo y, además de todo, estudió para ser maestro, modificando hoy en día ese destino absurdo que pocas veces alguien que padece cosas similares logra ignorar...
Porque si el destino de muchos niños hubiera sido como el propuesto en la historia con la burla de nuestros hermanos y maestros, entonces no habría en estos tiempos escritores que escribieran canciones de amor, poemas, cuentos para niños, artículos para revistas y otras cosas más en las cuales vaya el compromiso de sentirse libre y diferente de los demás...
Y es que a veces parece que es línea trazada sin posibilidad de corrección, el hecho de que los maestros solo podamos escribir usando un crayón de cera rojo, redactando recados injuriosos y vergonzantes que sonrojen al padre más desobligado o al alumno más irresponsable, o tal vez el único camino para que un docente se valore también como escritor, sea el de graduarse en esas lides escribiendo una sarta de mentiras a manera de oficios, planes de trabajo y proyectos que, he de confesarlo aquí, públicamente, muchas veces yo he perpetrado con singular destreza y originalidad...
Mas allá de ese anecdótico recuerdo que me refleja ante ustedes como ese niño enamorado y escritor que alguna vez fui, alguien me preguntaba, en referencia a la publicación de un escrito mío en esta revista que hoy se presenta, sobre qué se sentía que a uno le publicaran algo, y más cuando ese escrito iba a ser leído por maestros.
Y creo que en la respuesta siguiente está claramente silueteada la minúscula, pero muy significativa diferencia: Primeramente escribo porque es algo esencial para mí; en efecto, así como existen voces que declaran consignas en el grito de protesta, así como vive alguien escribiendo sus canciones y perfila ideales a través de ellas, así como hay muchos otros aquí en este lugar que manifiestan sueños e imágenes usando las metáforas y el don de la palabra escrita, la escritura es para mí símbolo desnudo que presenta ante ustedes, sin ningún desparpajo, la faceta más profunda de lo que uno es...
Saber cómo pienso, lo que siento y lo que en esencia es vital para mí, forman parte de las muchas causas del por qué uno escribe, y no necesariamente hacerlo para darse el lujo de formar parte de un selecto grupo de escritores que en lo fundamentales todos, y muy especialmente los maestros, deberíamos ser.
Es obvio que la experiencia me ha demostrado que no siempre se escribe con claridad y eficiencia - y espero que este texto no sea digno ejemplo de tal afirmación -, pero no considero justo tampoco que el primer tropiezo, la primera crítica o la falta de respuesta sea pretexto para abandonar esta práctica. Lo que me queda muy claro es que nunca nos podremos convertir en escritores plenos si antes no reclamamos para nosotros mismos el derecho democrático de escribir algo para ser compartido con los demás.
Saberme igual a los otros en un complejo mar de diferencias es lo que me ha provocado a comunicarme usando para ello las palabras, y esa necesidad es todavía más grande cuando lo que se escribe lleva el siguiente fin: ayudarse unos a otros, compartir diferentes puntos de vista sobre un mismo tema, verter experiencias y momentos que nos identifiquen como maestros usando para ello la palabra escrita.
Sea pues este relato anecdótico un buen paso para recordar cosas, refrescarnos la memoria y preguntarnos qué hacemos para que nuestros alumnos escriban con libertad, o mejor aún, cómo luchamos los maestros para que la escritura sea el vehículo que nos vincule con los demás, sin mayores pretensiones que la de ser un simple escritor de lo propio, porque pienso que todo aquél que escribe y lee con libertad e identidad propia se debe asumir como tal.
Finalmente, espero que de esta anécdota surjan dos cosas valiosas:
Primeramente que la lectura gozosa y reflexiva brote en cada uno de nosotros, así como en nuestros maestros, y con ello nos abra un nuevo panorama sobre nuestro trabajo, nuestras inquietudes y necesidades profesionales, en el sentido de unificar criterios sobre nuestra labor, y finalmente, que lo que algunos escribimos y que hoy aparece escrito en esta página sea un artículo de lectura -que no de fe- que ustedes cuestionen, critiquen y valoren como un excelente pretexto para escribir lo que piensan y formar parte de las personas que escriben por amor a quienes les leen y escuchan, a su trabajo, a sus ideas y compromisos y, por supuesto, por un enorme amor al arte...
Javier Ruiz Paredes
2000
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